¡Alto!

I

150, 160, 170,… El velocímetro sube al ritmo de mis pulsaciones. Se me está bajando el pedo, o más bien se me está subiendo la culpabilidad. Sudo por todas partes y ni siquiera consigo enfocar las señales. Más deprisa, más deprisa, necesito ir más deprisa.

Me conocen, saben cual es mi coche, es cuestión de minutos que empiecen a buscarme. Puede que fuera una puta, pero es un asesinato. Los maderos van a tomarse muy en serio el encontrarme. Joder, hoy soy su trofeo más preciado. El coche ya tiembla y las farolas de los lados de la autopista parecen un flash de discoteca. Más deprisa, más deprisa, necesito ir más deprisa.

No sé si ir a casa, buscar algún despoblado, conducir toda la noche o abandonar el coche y huir a pie. Mierda, ¿qué coño me ha pasado? Ha sucedido hace nada y apenas recuerdo algo. Solo recuerdo ira, mucha ira y mucho odio. Semen y sangre y cristales rotos y sábanas atadas. Sudo tanto que el volante se me resbala. Mi corazón frena en seco cuando veo luces azules en el carril contrario. ¿Adónde coño voy? Si sigo en el coche me van a encontrar antes o después. Cojo la siguiente salida sin fijarme en el letrero. El negro ya lo inunda todo, solo veo lo iluminado por los faros. Avanzo por avanzar.

Empiezo a sentirme mal, tengo los calzones empapados y estoy mareado. Paro a un lado, salgo del coche y vomito, un vómito líquido que huele ácido. El chorro cae en un charco y me salpica los pantalones. Levanto la cabeza, buscando un poco de brisa que me despeje, pero la oscuridad no se mueve. Vuelvo al coche y sigo el mismo camino. Un par de kilómetros más adelante surge del arcén un coche que me sigue y en apenas 200 metros enciende una sirena. Piso a fondo y clavo la mirada en el retrovisor, parece que se queda atrás mientras las revoluciones de mi coche se disparan. Ahora sí que necesito ir más deprisa. Miro hacia delante y ya ni siquiera veo la luz de los faros, hasta que iluminan las copas de los árboles sobre los que cae mi coche.

La siguiente luz que veo es de la linterna de un médico. Estoy inmovilizado y entubado. Montones de máquinas funcionan a mí alrededor. El médico no parece muy contento cuando ve que abro los ojos. Le dice algo a una enfermera que se marcha. Él sale también, cruzándose con alguien en la puerta. Ese alguien es mi hermana, tiene unas ojeras enormes que enmarcan su nariz verrugosa. Es así de fea desde siempre. ¿Por qué coño ha venido? Me está mirando con cara de tonta. No dice nada, no hace nada. Me falta el aire de repente. Un espasmo y todo es silencio.

II

Una única persona había acudido al hospital para el accidentado. Llamaron a su domicilio y la misma persona que atendió el teléfono fue quien se presentó. Dijo ser su hermana. La policía le hizo algunas cuestiones, pero fue ella quién tenía más preguntas. Su rostro permaneció inmutable cuando le contaron los hechos. Un gesto pétreo que realmente exteriorizaba más de lo que nadie podría haber sospechado.

Estuvo sentada bastante rato, con la mirada fija en los azulejos que tenía enfrente. No era una mirada vacía y perdida, era la mirada de alguien que ha encontrado algo que nunca había querido buscar. Parecía que ni siquiera respiraba cuando se puso en pie sin vacilar.

La mujer entró en la habitación sin hacer ruido. Ni el aire se movía tras su paso. Se acercó a la cama y miró al herido. Toda ella era quietud cuando su brazo izquierdo se estiró para tantear con la punta de los dedos el enchufe. Sujetó la clavija entre el pulgar y el índice, y sin apenas moverse, desenchufó. Inmediatamente las pantallas se apagaron, la mascarilla del oxígeno se llenó de vaho y el cuerpo del hombre tuvo un instante de tensión. Aquellos mismos dedos volvieron a conectar el enchufe según desapareció la tensión y un pitido constante se adueñó de la estancia. La mujer estaba llorando, aún en silencio, cuando entró el equipo médico. Ya no había nada que hacer.

III

Siempre lo despreciaste todo. Nos despreciaste a nosotras, despreciaste tu talento, te despreciaste a ti mismo. Corrías hacia ningún sitio, creyéndote el más rápido, el más listo de la clase. Pero escogiste malos competidores. Dinero fácil, drogas, malas compañías. Todos corrían más que tú, así que volvías a casa destrozado y pagabas tu fracaso con nosotras. Al principio quisimos ayudarte. Yo siempre supe que sería inútil, pero no podía dejar a mamá intentarlo sola, no podía dejarla sola en esto también.

Cuando traías a casa a cualquiera de tus fulanas mamá soñaba en que alguna fuera capaz de hacerte entrar en razón, pero solo era cuestión de tiempo que te emborracharás (o algo peor) y la alejaras de ti. Nunca he querido saber si habías pegado a una mujer y mira con que perlita te has despedido, porque esto ha sido tu despedida, lo sepas o no, ya no harás más daño a nadie. Llenaste tu cupo hace mucho tiempo y va siendo hora de que alguien te ponga en tu sitio, de que alguien te mande al infierno.

Aun recuerdo cuando te vinieron a buscar aquellos dos tipejos a casa. Nos contaron un montón de cosas horribles sobre ti que yo ya imaginaba, pero la cara de mamá al escucharles… desde ese momento yo ya no pude quererte más. Me dio igual que fueras mi hermano, que mamá se creara un mundo paralelo donde tú no eras culpable, que tú volvieras para intentar mantener esa ilusión. Ya todo dio igual y nunca volviste a tener mi ayuda. Aquel día desapareciste de mi vida excepto porque seguías en la de mi madre. Tú continuabas corriendo, pero yo ya era inamovible.

Sin embargo, no conseguía odiarte. Ahora es lo único que puedo hacer. La policía me lo ha contado todo. Al principio no querían, pero cuando lo han hecho… desde ese momento te odio más de lo que nunca pensé que se podía odiar. Te odio tanto que incluso me odio a mí misma. Rechazo mi sangre. Rechazo un mundo en el que vivan personas como tú.

Y ahora que lo odio todo me surge el valor suficiente para librar a la única persona que quiero de su carga más pesada. Ella nunca mereció un demonio como tu de hijo. Cuando se entere de lo que has hecho, se va a morir. Y me niego a que pretenda resucitar perdonándote, ya no más, nunca más. Prefiero enterrarte con mi conciencia que enterrarla a ella. Porque si ella te perdonara, sería yo quien no podría perdonarla. Sólo espero no volver a verte, sea cual sea el precio.

Camino a la gloria

Ya sólo me faltan unos 600 metros. Después de lo que llevo me parece una tontería, calculo que en una hora habré llegado, y comparándolo con las dos semanas que llevo de viaje por fin tengo la sensación de estar llegando. Es atravesar la plaza, subir las escalinatas, pagar la entrada y estaré frente a ella. Mi salvadora. Gracias a ella sigo vivo, sigo respirando. Pero antes de seguir tengo que cambiarme las vendas, así que apoyado sobre mis manos le doy media vuelta a mi cuerpo y me siento en el bordillo que acabo de superar. La verdad es que ni con toda la fe del mundo consigo que no se me estremezca hasta el último pelo cada vez que me toca hacer esta operación. La visión de las vendas, ensangrentadas con pequeñas motas amarillentas (algo normal según los doctores), todo recubierto con la capa de mugre que voy recogiendo a medida que avanzo, hace que se me remueva el interior, incluso que dude. Así que trato de hacerlo todo lo más aprisa posible, retiro las vendas viejas con las limpias ya preparadas cerca. Las hago una pelota, las guardo en una bolsa para poder lavarlas luego, desinfecto la zona con alcohol, y cuando el escozor remite y consigo volver a pensar rápidamente vuelvo a vendarme los muñones. Fijo bien las vendas mediante dos saquitos ya en las últimas de los que salen unos tirantes enganchados al cinturón que me hizo mi mamá (no sé como hubiera hecho mi camino sin este invento… ¡mamá y sus inventos, gracias a Dios!) y que sujetan las vendas más mal que bien, pero que las sujetan, así que vuelvo a colocarme en posición de avance y adelante. Paso a paso, apoyando las manos y arrastrándome. Nada más cambiarme las vendas siempre me duele, pero a medida que sigo en mi empeño el dolor remite, acostumbrándome lentamente.

A cada rato me paro para levantar la mirada, queriendo comprobar que ella sigue allí, observando mi camino, iluminándolo todo con su benevolente sonrisa, consciente de lo que soy capaz de hacer por el amor que le profeso. Cierto es que aun no puedo verla, que ante mi solo hay una fachada, pero yo sé que ella sí me ve, porque sus ojos no están en su figura, están en el cielo, vigilando y cuidando de mi, exactamente como el día que perdí mis piernas en la mina, exactamente como en el momento en que me encomendé a ella y le prometí esta peregrinación si me salvaba. Ella me salvó la vida, por mucha broma que hicieran los médicos cuando les pregunté si les había ayudado, por mucho que fueran mis compañeros quienes me sacaran de aquel agujero, por mucho que mi mamá me cuidara tras la operación. En todos y cada uno de ellos estaba ella, iluminándolos, guiándolos, dándoles fuerzas para salvarme. Ella no quería que yo muriese aquel día, ella quería que viniera a verla a pesar de mi desgracia, y aquí estoy. Yo no soy de los que dejan sus promesas incompletas. Vuelvo a mirar al frente, ya estoy muy cerca, la fachada se alza ante mí, imponente. Grupos de religiosos entran al edificio en fila, entonando bellos canticos de alabanza, inspirándome para subir las escalinatas. Parecen un coro de ángeles negros que anuncian el final de mi camino, un camino que he recorrido con muchos sufrimientos, pero que por fin parece terminar.

Cada escalón es más tortuoso que el anterior. Cuando consigo subirlo los muñones que tengo donde un día estaban mis piernas golpean el suelo, y estoy descubriendo que es bastante peor que el hecho de arrastrarlos, como si eso ya no fuera suficientemente penoso. Pero ya estoy aquí, ya no hay vuelta atrás, así que sigo, lastimosamente, mi ascensión, mientras los ángeles negros observan como me acerco, entonando la canción de Santa María del Camino:

“Mientras recorres la vida
tú nunca solo estás,
contigo por el camino
Santa María va.

Ven con nosotros a caminar
Santa María, ven.

Aunque te digan algunos
que nada puede cambiar,
lucha por un mundo nuevo,
lucha por la verdad.

Aunque parezcan tus pasos
inútil caminar,
tú vas haciendo caminos
otros los seguirán.”

Ya estoy arriba, me apoyo en la fachada para retomar el aliento y revisarme las vendas. Están bastante mal y por su humedad sospecho que algún tipo de líquido está supurando debajo de ellas, pero estando ya aquí y sin más vendas limpias prefiero dejarlo para luego. Tampoco me preocupa, ella cuida de mí, y más después de lo que estoy haciendo. Saco la botella de agua de mi mochila y bebo un poco mientras intento concentrarme para calmar el dolor. Cierro los ojos y la visualizo, acompaso la respiración mientras me imagino en su regazo, protegido de todo el Mal que en este y en el otro mundo existen.

Despierto con un golpe en las costillas y abro los ojos sobresaltado, mirando a todas partes, intentando explicarme que ocurre. Está oscuro, tengo algo de frío y una voz quejumbrosa está diciendo algo sobre vagabundos y mendigos y turistas y que es intolerable, y que si el fuese joven y así una larga retahíla de llantos varios, pero el dolor hormigueante que siento debajo de la cadera no me deja escucharle con atención. Cuando consigo enfocar veo que frente a mí está un cura anciano apoyado sobre un bastón y agitando la mano libre dando órdenes a dos tipos uniformados de policía. Voy a preguntar que ocurre, pero antes el cura castiga de nuevo mis costillas mientras me llama pordiosero. El dolor hormigueante se junta al agudo de mi costillar y me tiro a por él, porque estaré tullido, pero sigo siendo un hombre. Solo llego a sus rodillas, aunque es suficiente para derribarle. Sigue gritando aunque ahora grita como una mujer asustada, pero antes de que llegue a su cuello los dos tipos vestidos de policía me inmovilizan y me esposan. Les grito que me suelten, que estoy aquí para ver a la virgen, que ella me salvó y que se lo debo, obviamente ellos no me hacen ningún caso. Grito y grito, contándoles mi historia entre lágrimas y la única respuesta que recibo son más golpes. Que me calle, me dicen. ¿Cómo me voy a callar? Pues lo consiguen, gracias al dolor lo consiguen. Me bajan en volandas las escalinatas que tanto me habían torturado mientras se oye al cura vociferando que deberían ahorcarme por hacer lo que he hecho y que la policía era un atajo de inútiles si seguía permitiendo que muertos de hambre lleguen hasta la basílica.

Me meten en el asiento de atrás del coche, no sin antes darme otro par de golpes y recordarme que recibiría más si no estaba calladito. Yo tampoco tenía más que decirles, solo podía llorar. Ella me había abandonado, me estaba castigando por haberme dormido a sus puertas, pero eso tampoco podía ser. Ella debería comprender mi esfuerzo, mi dolor y mi cansancio; y en vez de eso me mandó un viejo cura armado con un bastón y dos policías. Nadie dijo nada en todo el trayecto. Al llegar a comisaría me llevaron directo a una celda, donde pasé la noche, intentando comprender algo, a pesar de que ya no había nada que comprender. Además, el dolor hormigueante había llegado a la cadera y empezaba a tener mucho calor, eso es lo último que recuerdo antes de la espiral que empezó a dibujar la bombilla del techo.

A la mañana siguiente solo encontraron medio cuerpo que no se despertaba y unas letras en la pared escritas con algo que parecía sangre diluida con un extraño color naranja:

PUTA LA MINA QUE ME DEJÓ SIN PIERNAS, PUTA LA VIRGEN QUE ME LLAMÓ A SU LADO, PUTO EL CURA QUE ME ECHÓ, PUTOS LOS POLICÍAS QUE ME LLEVARON Y PUTO EL PRINGADO QUE SE CREYÓ EL ENGAÑO.

Tres tirones de oreja.

Me he despertado cinco minutos antes de que sonara el despertador. Es el día de mi cumpleaños y estoy nervioso. Hoy cumplo veinte años, entro en la segunda decena, abandono la adolescencia y ya no tendrá por qué darme vergüenza decir mi edad cuando participe en seminarios y coloquios. Siempre he sabido que la edad biológica y la mental pueden ser bien distintas, al fin y al cabo hay niños de doce años más sensatos que hombres de cincuenta, pero esto de la veintena es un detalle formal que iba necesitando. Quizá ahora me tengan más en cuenta y pueda dejar de ser la mascota. Que esto suceda o sea mi ilusión, sólo el tiempo lo dirá. El caso es que es mi cumpleaños y me hace más ilusión que ninguno de los anteriores.

¡Piripí-piripí-piripí-piripí! ¡Piripí-piripí-piripí-piripí! Lanzo la mano contra ese invento del demonio. La luz entra tímida por la ventana mientras yo me estiro, desperezándome bajo las sábanas. Es el día de mi trigésimo cumpleaños. Treinta palos. Me hago mayor. Hace bastante tiempo que vivo de mi trabajo, que llevo yo las riendas de mi vida, pero, aunque pueda parecer una tontería esto de cambiar de decena, es un tema que me lleva varios días dando vueltas en la cabeza. A mi edad mis padres tenían casa propia e hijo y yo comparto piso con dos amigotes y ni siquiera tengo novia. Me incorporo todavía tumbado en la cama, veo el Aspirator 5000, exhalo un suspiro resignado, salgo de la cama al frío de mi habitación y me dirijo directo a la ducha.

Los rayos del sol me abrazan para despertarme. Me quedo un rato despierto con los ojos cerrados, notando como la mañana va cogiendo fuerza a mí alrededor, caldeando todo a sorbitos. Estas mañanas son las mejores. Mi cumpleaños cae por esta época del año, así que lo mismo fue ayer o es hoy o puede que mañana... No sé, tampoco me importa demasiado. Rondo el medio siglo, aunque en mi rostro se vean más años. Como nadie lo sabe y a nadie le preocupa, nadie va a felicitarme, por lo que es lo mismo ayer que hoy. Lo que nadie conoce no existe, así que mi cumpleaños voló hace tiempo. Yo ahora cumplo los días, semanas como mucho. En mi juventud mis cumpleaños eran ocasiones especiales, invitaba a mis amigos, me hacían regalos, era un día en el que la gente me prestaba atención. Eso ya no va a suceder, así que ni tengo ni quiero cumpleaños. Hace mucho que renuncié a la nostalgia, aunque los recuerdos vayan y vengan como quieren, y vengan en momentos como éste, a joder una mañana calentita.

Suena el teléfono a la vez que el despertador. Son mis padres felicitándome. Soy hijo único y vivo fuera de casa, así que me llaman a primera hora para que nadie se les adelante. Disimulo para que crean que me han despertado, ¡mi madre suena tan contenta! Me hace millones de preguntas sin dejarme tiempo a contestar ninguna, me manda infinitos besos y le pasa el teléfono a mi padre. Con mi padre tengo buena relación, nos queremos muchísimo, pero soy su único hijo y muchas veces es un poco estricto conmigo. Aún así todo son felicitaciones, hasta que me dedicó dos frases que retumbarían en mi cabeza durante mucho tiempo:
- Hijo, lo que un hombre no hace entre los veinte y los treinta, ya no lo hace nunca. No te despistes.
Sin saber que contestar le agradezco el consejo y nos dedicamos unas cuantas palabras de cortesía para acabar con la llamada. Sus palabras me acompañan en el desayuno, pero aparecen en la cocina mis compañeros de piso cargados de cervezas y berreando el cumpleaños feliz. Tiran al fregadero mi taza de cacao y sirven tres rubias espumosas. La cocina parece un gallinero, todo son risas, gritos y brindis. Hoy va a ser mi mejor cumpleaños.

Pues si esto ha sido lo que voy a hacer con mi vida, menuda chapuza. El agua me despierta del todo, arrastrando el recuerdo de algo que me dijo mi padre hace diez años. Ya he cerrado la etapa, y lo que he hecho ha sido terminar unos estudios que nunca me dieron de comer y tener un trabajo en el que poca gente dura más de dos días. Empecé en él por vergüenza de seguir viviendo de mis padres, y como los primeros meses fueron extraordinariamente buenos, me creí el rey del mambo, tanto que aquí sigo, a pesar de que, lo que gano de verdad, apenas me llega para vivir. Vendo productos de puerta en puerta. Molesto a la gente para intentar que compren algo por un precio superior al real. Soy comercial, vendo algo y la gente lo compra. Salgo de la ducha y me pongo el traje. Desayuno sólo en la cocina, como todos los días; soy el primero en levantarse en esta casa de lunes a viernes. Termino mi café y tostadas, cojo mis cosas y bajo a la calle. Es hora de ir a currar.

Parece que el aire ya se ha entibiado suficiente para que pueda abandonar mi cama. La recojo y guardo en su rincón. Me siento de cara al sol, hace tiempo que este es mi desayuno, el mismo que el de los lagartos. Busco en mis bolsillos para comprobar que lo que tenía ayer antes de dormir sigue conmigo. Como todas las mañanas encuentro el taco de papelitos en el último de los bolsillos en los que busco. Todo está en orden, el rocío empieza a evaporarse y las bocas de Metro escupen gente sin parar. El día ha comenzado, otra vez más.

Llegamos a la facultad los tres y vamos directamente a la cafetería. Las cervezas y la gente van pasando sin control alguno. Al cabo de un rato ya estamos todos medio borrachos, la compañía ha crecido bastante, gente que conozco y gente que no, todos alegres. Como buen hijo único me encuentro a gusto siendo el protagonista de la celebración. Hay miles de planes para hoy, pero yo ya sé que termina remos yendo de concierto. Alguien comenta que hace una mañana buenísima, así que movemos la fiesta al césped del campus, bebemos cerveza al sol, nos quitamos ropa para disfrutar del calorcito, jugamos con una pelota… Es un día perfecto, todo fluyendo como a mi gusta.

Me bajo del Metro y echo un primer vistazo a la zona que hoy me toca cubrir. La aspiradora esta pesa muchísimo y este barrio no tiene pinta de ser muy abundante en ascensores. Eso, y el precio del aspirador que pretendo vender, hacen que la combinación de hoy no resulte muy prometedora. Me huelo otro día en blanco. Mi paciencia empieza a agotarse. Tengo treinta años, necesito otro trabajo. Al menos parece que la mañana va a ser soleada. En mi cumpleaños siempre hace buen tiempo. Tomo una bocanada de aire que llena mis pulmones y empiezo a trabajar. En toda la mañana solo me han abierto en cuatro casas, en dos me han echado según he pronunciado el precio del aparato y en las otras dos lo tenía casi vendido cuando se han echado atrás los clientes. Esta zona debe de estar muy explotada, porque todos se han mostrado más reticentes de lo ya habitual. Pero no puedo saber si esto es así o es sólo mi mala suerte. Lo único que saco en claro es que mi primera predicción se cumple. Tiene pinta de que me vuelvo a casa tal cual salí de ella, con la aspiradora bajo el brazo. Al menos he quedado con unos amigos para invitarles a comer por mi cumpleaños, y eso le da algún incentivo a la descorazonadora jornada que me queda por delante.

Suelo echar la mañana paseando, observando el ir y venir de la colmena. Andar toda la mañana es lo más parecido a viajar que puedo permitirme. Visito obras, parques, monumentos, zonas comerciales o de oficinas. Conozco esta ciudad y a sus gentes mejor que nadie. Llevo años viéndoles y escuchándoles. Casi todos son iguales, van a los mismos sitios y compran las mismas cosas. Todos desean lo mismo. Yo era uno de ellos, hasta que la cagué y terminé en la calle. Algunos intentaron ayudarme, pero mi orgullo no les dejó. Quise tener demasiado y quería que todo fuera mío. Tuve mi empresa y ganaba mucho dinero, pero no supe ser feliz. Corrí demasiado, sin mirar sobre lo que pasaba, hasta que tropecé y me partí las piernas. Y no le guardo rencor a nadie, ni a los bancos que me perseguían, ni a Hacienda por quitármelo todo, ni siquiera al juez que me condenó. Solo podría tenerme rencor a mí mismo, pero ni siquiera. He aprendido a soportarme espiando a mis antiguos semejantes, por eso lo hago a diario. Además, parecerá una tontería, pero un vagabundo andante atrae menos miradas que tirado en una esquina, y la miseria me ha hecho vergonzoso. Sé humillarme, pero trato de evitarlo en mi tiempo libe.

Entre el solecito, las cervezas y las camisetas de tirantes el tiempo se ha pasado volando. Nos tenemos que ir a casa a comer. Con la borrachera colectiva terminamos yendo diez, y para mi sorpresa viene Irene entre estos diez, que siempre es un buen detalle… ¡bueno digo!, es el detalle que le faltaba al día. Emprendemos la marcha y vamos armándola a nuestro paso. Las señoras nos miran mal en el autobús, pero no podemos dejar de reírnos. Llegamos a casa después de comprar más cervezas en el ultramarino de abajo. El salón parece que va a estallar con tanta gente. Yo me encargo de hacer la comida, sin dejar de beber cerveza y, para qué engañarme, ha salido una comida horrible. Nos lo comemos bromeando, hasta que todos apartamos nuestro plato y rompemos a reír. Cuando el ataque se calma mi cabeza me pesa el doble y mirando el resto de caras parece obvio que necesitamos descansar para la noche. Algunos se marchan y el resto nos distribuimos por la casa. Claro que como es mi casa yo me voy a mi cama. Apenas me había metido entre las sábanas cuando la puerta se abrió. Irene entró en mi cuarto, cerrando la puerta tras de sí. Me pregunta que si puede dormir la siesta conmigo. Lo tengo claro, pero no estoy seguro de nada, todo esto me parece mentira. Alcanzo a emitir un leve “claro”, al que ella responde con una sonrisa mientras se mete entre las sábanas.

Llego tarde al restaurante de menú donde he quedado con mis amigos. Ya me estaban esperando los tres, charlando con el codo en la barra, seguramente sobre cómo enderezar mi vida, siempre andan con lo mismo. Les saludo y se quedan en silencio un segundo tras el cual me llueven los abrazos, las felicitaciones y los tirones de orejas. “Treinta ya” o “nos hacemos mayores, ¿eh?”, parece que son las frases comodín del momento. Nos llevamos los vinos a la mesa y los dos primeros platos se suceden tranquilos, recordando tiempos más irresponsables. Parece que cualquier tontería de la juventud fuera una hazaña, supongo que la memoria embellece los recuerdos añejos. Al llegar el café es cuando la temática cambia. Ahora toca quejarse de la actualidad y de lo mal que va todo en todas partes. Mientras solucionamos el mundo vienen los chupitos y terminamos la reunión. Mis antiguos compañeros de piso tienen que irse, así que me quedo con Jesús a tomarnos la última. Nos volvemos a la barra para poder hincar el codo y hablar con propiedad. Con las mejillas sonrosadas y totalmente entusiasmado Jesús me cuenta que está montando una empresa de importación de productos asiáticos, que salen baratísimos y que se va a forrar, y que necesita a alguien para comercializarlos, alguien como yo. Yo no sé si lo dice en serio o es sólo porque está borracho, así que le pido papel y bolígrafo al camarero y se los doy a Jesús.
- Ponme eso por escrito y lo firmamos.- le dije
Me voy del bar con un contrato firmado. Mi futura empresa comercializará todo lo que la de Jesús traiga. Quizá no fuera el mejor momento para cerrar un trato así entre amigos, pero yo ya he cambiado de trabajo. Tiro el Aspirator 5000 en un contenedor de obra y me vuelvo a casa, tengo muchas llamadas que hacer.

Por la cantidad de gente que entra en bares y restaurantes debe de ser la hora de comer. El sol está alto y calienta con fuerza, pero el hambre es fuerte, sigo mi camino hacia un comedor social cercano que conozco. Voy a ver si hoy tengo suerte y como caliente. Al ir llegando al comedor me sorprende la cantidad de gente que hay en la puerta. Llego al tumulto y veo que son periodistas cargados de micrófonos, luces y cámaras. ¿Qué estará pasando? Me mantengo a poca distancia, observando la agitación formada en torno a un tipo trajeado, bien peinado y con sonrisa forzada. No necesito ver más, es un político que ha venido a hacerse fotos con los desgraciados. Pues hoy tengo hambre y con el revuelo que hay aquí montado es seguro que hoy es día escaso. Todos querrán agradar al encantador, hacerse fotos con él y enseñarle su cometido. Nadie andará atento a su labor, esperando encantar al mentiroso, que según se vaya de aquí se olvidará del aumento en la subvención que habrá venido a prometer. Pocas cosas me enfadan ya, pero el hambre me está dando acidez de estómago. No existirá el día que los políticos se dediquen a trabajar en vez de molestar a los que sí lo hacen. Mientras murmuro maldiciones veo como una periodista se acerca a mí. Parecen empeñados en que hoy no coma porque, obviamente, según le veo acercarse, a recoger la píldora de drama social que le exige su jefe, salgo huyendo. Hoy voy a tener que trabajar si quiero comer.

Irene está en mi cama. Y aquí estoy yo, tieso como una vela mientras sucede algo con lo que llevo mucho tiempo fantaseando. Para que las cosas ocurran no basta con imaginarlas o perseguirlas, también hay que atraparlas, en pleno vuelo, según te pasan por delante. Todo el mundo recuerda alguna ocasión en la que dejó marchar una oportunidad que nunca volverá. Los hay que se arrepienten y los que no, pero todos tienen en común que ninguno sabrá jamás que hubiera sucedido de haber actuado de forma diferente. Yo ya soy de este grupo, pero ahora mismo me estoy ganando un billete de primera. Tengo en mi cama a la chica que llevo dos años admirando, estudiando cada uno de sus gestos. Sé que hoy se ha arreglado con esmero, que ha usado el perfume de las ocasiones especiales, que ha venido a comer a mi casa por mi cumpleaños y que ha entrado en mi cama por iniciativa propia, o por falta de iniciativa mía, pero el caso es que ha entrado en mi cama. Nunca me había visto en una situación parecida y me encuentro nerviosísimo, no tengo ni idea de qué hacer, de qué decir, de cómo mirarla. Miles de ideas bullen en mi cabeza, mientras unas vienen desecho las otras al ritmo que la cerveza me permite. No sé cuanto he pasado divagando sobre cómo actuar, pero Irene se ha dormido. Los cabellos dispersos por la almohada y su brazo sobre mi pecho. Inspiro fuerte, absorbiendo su olor y expiro algo parecido a un suspiro. Farfullo un leve comentario sobre mi estupidez, beso su pelo y cierro los ojos. La cerveza que no me dejaba pensar me ayuda a dormir. Nos despierta el ajetreo del salón. Supongo que ahí fuera la fiesta ya ha empezado. Hoy toca emborracharse todos juntos en casa para ir luego a un concierto de los Sátira Sativa, porque es lo que está sonando a todo volumen, cumpliendo el ritual pre-concierto. Un día grande, completo. Me sonrío, contento de que en mi vida haya tan buenos amigos con tan buenos planes. Algo se mueve a mi lado. Es Irene desperezándose, incluso esto lo hace con gracia, aunque darme cuenta de que sigue ahí me inquieta, no porque ella haya hecho algo, si no por lo que no he hecho yo. Termina de estirarse y me da un beso en la mejilla. Las palabras se amontonan en mi mente, pero de mi boca solo salen estas:
- Irene, yo, esto, antes… Estaba medio pedo, eh, no sé… - ella me sella los labios con su dedo índice y acto seguido me da un beso.
- No te preocupes, ya sé qué me quieres decir. Lo sé desde hace mucho tiempo. Pero ahora vamos a salir, que es tu fiesta de cumpleaños. Lo que tengamos que hablar o hacer lo hablaremos y haremos, tú no te preocupes.
Mi inseguridad se esfumó con sus palabras. Este sí que es un buen regalo.

Fue tirar el Aspirator 5000 y volver a caminar erguido. Físicamente el aparato pesa bastante, pero mucho mayor es la carga que suponía en mi moral. Justo esta mañana pensaba en abandonar toda esta mierda de comercial a puerta fría y lo he logrado. He tenido una oportunidad y la he aprovechado. El pájaro se elevó, apunté, disparé y cayó. Ahora toca cobrar la pieza. Me parece que mis pasos tienen una fuerza excepcional, que resuenan por toda la avenida que recorro camino del Metro. Dejo de ser un carroñero para convertirme en un depredador, y me nace un fuerte orgullo dentro del pecho. Nunca tendré que volver a pedir dinero el día veinte para poder terminar el mes comiendo a diario ni tendré que ir a todas partes en transporte público. Ganaré mucha pasta, tendré una casa grande, una mujer joven y hermosa, a poder ser no muy lista, dos coches para mí y otro todoterreno para ella. Dos perros enormes custodiarán mi casa, que dará miedo a los niños del barrio donde decida irme a vivir. Contemplo la posibilidad de hacerme patrón de barco y comprarme un yate, nada de apartamento en la playa, como si fuera uno más. Ahora soy un cazador y sólo pienso en mis futuras presas. Siempre me había costado lanzarme, pasar a la acción, pero algo acababa de cambiar en mi aptitud. No siento mi habitual incertidumbre. Mi vida siempre fue un mar de dudas, sin estar nunca seguro de tomar el camino correcto y ahora, de repente, estoy totalmente convencido de cuales van a ser mis pasos. Ahora sé que voy a ganar, que camino con la mirada al frente, sin preocuparme por lo que queda a mis pies. Estoy decidido a hacerme rico, a cosechar envidias. Tendré de todo y eso me hará feliz. Me gusta que mi vida cambie así el día de mi cumpleaños, resulta significativo, parece una señal del destino.

Nunca me han gustado los políticos ni los periodistas. Solo les interesan las fotos y los titulares. Algo ocurre, es noticia, y acuden todos como una manada en estampida, se fotografían y hablan del problema y de sus posibles soluciones. Unos siempre saben qué es lo correcto para todo el mundo, para cualquier situación, pero nunca ponen esas soluciones en marcha, desapareciendo tan rápidamente como llegaron, dejando sus palabras en el aire, esperando que alguna racha de viento se las lleve. Los otros les siguen, registran sus mentiras, las critican o las elogian en función de quien les pague y desaparecen tan rápido como lo hagan los primeros. Es cómo funcionan. Políticos y periodistas forman una simbiosis perfecta que solo les alimenta a ellos, y por culpa de su efectividad hoy yo no como caliente. Hambriento y enfadado palpo en mi bolsillo el taco de papeles con el que pretendo conseguir algo de dinero para poder comer. Pero antes de ponerme a trabajar siempre necesito un pequeño paseo para recordarme por qué estoy como estoy. No es que me entregue a la nostalgia, es, simplemente, un ejercicio de auto-consciencia en el que repaso mi camino. No tengo novelas, así que me conformo con mi propia historia, aunque seguro que después de tantas vueltas y versiones mis recuerdos son distintos a lo que ocurrió. Mi infancia es algo leve en mi memoria, brilla al fondo como algo maravilloso, sin preocupaciones, con pan y chocolate de merienda, paseos en bicicleta y partidos de futbol que no terminaban hasta que la noche nos escondía el balón. Luego vino la adolescencia, llena de alegrías y desgracias, cuando detalles sin importancia podían cambiar mi percepción de la vida de la luz a la oscuridad. Por aquel entonces todo formaba parte de un carrusel en el que a duras penas lograba mantenerme a bordo. Mis primeros suspensos, hacer novillos, algún beso escondido, enamoramientos absurdos, broncas familiares aun más absurdas, amigos que te marcan, música que descubres, libros que lees... Millones de estímulos acudían en mi busca. Fue una etapa confusa y heterogénea que nunca repetiría, pero de la que tampoco prescindiría. Luego vinieron mis años de universidad, en los que aprendí a pensar y a ser yo mismo. Me mudé a la ciudad, conocí nuevos amigos, disfrute de libertades y responsabilidades que lograron estabilizarme un poco. Descubrí que las mujeres no son tan difíciles si les pierdes el miedo, que hay que escucharlas y sentirlas, y que les pasa lo mismo que a nosotros los hombres, que venimos de planetas diferentes para convivir en este, que nos cuesta entendernos, pero que cuando aprendemos a hacerlo damos lugar a nuevos mundos. Cuando terminé de estudiar conseguí un trabajo para poder establecerme por mi cuenta y quedarme en la que sentía como mi ciudad. Odiaba aquello, pero por algún motivo que nunca descubriré estuve años en él. Con la perspectiva de los años he llegado a la conclusión de que el inicio de mi declive estuvo ahí, llamando de puerta en puerta, engañando a gente honrada, colocándoles productos de baja calidad a precios de lujo. Asqueado por como me ganaba la vida busqué otra salida. Lo que entonces no sabía era que la salida que encontraba estaba abierta por la avaricia. Monté un negocio que comercializaba productos importados. Todo me fue bien, todo excepto un absurdo orgullo que se apoderó de mí y que me arrastró adonde quiso. No podía tener queja, pero siempre quería más. Estafe a amigos y familiares, conseguí créditos que nunca podría pagar, dejé a mis empleados sin cobrar. Estuve viviendo de ese modo ruin hasta que todo reventó, hasta que nadie podía ya ayudarme. Era un león herido que atacaba a todo en su derredor, incluso a las manos que se tendían en su ayuda. Los juicios y los embargos se confunden en mi memoria, formando una maraña que no logro desenredar. El siguiente estadio de mi vida es en el que me encuentro. Al principio fue un infierno, no tenía nada y nunca me había visto así de desamparado. Me dio por beber y pasé varios años perdido en el vino. Cuando estabilicé mi vida ya no tenía nada, ni familia, ni amigos, ni pertenencias, nada. He aprendido a vivir de esta manera y estoy convencido de que no es tan mala. Nada tengo, nada deseo, nada soy. Me limito a ser uno más, pero yo lo hago conscientemente. Nadie es más ni menos que yo, sólo disponen de lo mismo de lo que yo dispongo, su tiempo y su vida, el resto es todo adorno, son árboles que pretenden tapar el bosque. Con mi trayectoria ya repasada he vuelto a convencerme de que soy igual al resto. Si no hiciera estos repasos no tendría fuerzas para mi trabajo. Entro al Metro, me monto en el primer tren que pasa, saco el taco de papelitos y comienzo mi habitual discurso.
- Muy triste es pedir, pero peor es robar. Como yo no quiero causar mal alguno a nadie me dedico a compartir con ustedes mis palabras, y así, si les parece bien, no sentirme mal al pedirles que compartan ustedes algo de su dinero conmigo que me permita comer hoy.
Recorro el vagón repitiéndolo de carrerilla, recogiendo las estampitas que acababa de repartir. Unos me dan algo, otros no, pero todos me observan con lástima. Lo que no saben es que son iguales a mí, solo que ellos lucen sus cosas por fuera, y que yo me las guardo muy dentro.

Despertarse tarde

Era un tipo normal, de esos que te cruzas por la calle constantemente y a los que nadie parece prestar atención. Moreno, afeitado, con la mirada cansada, vestido con sobriedad, rondando la estatura media y los cuarenta años de edad. Todos los días le despertaba la alarma del teléfono móvil, pero aquella mañana se levantó antes de que sonara, a pesar de que le había costado bastante conciliar el sueño y aun no había amanecido, pareció que un resorte interno le hizo levantarse como un autómata . Las cosas no le van muy bien en el trabajo y últimamente tiene dificultades con el sueño, tiene insomnio y cuando consigue dormir las pesadillas se encargan de aguarle la fiesta despertándole empapado en sudor. Suele ser la misma pesadilla siempre, con pequeñas variantes, en la que su pequeña tienda se quema con él dentro. Intenta escapar, pero le resulta imposible, porque sus pies se han fusionado con el suelo, él se ha convertido en una columna, forma parte del local incendiado y las llamas crecen y se propagan formando un círculo a su alrededor que parece que le devora sin que pueda hacer nada. Como te contaba, esa noche le costó dormirse, pero al menos no se despertó sudando y agobiado en medio de la noche. Se levantó y comenzó su rutina matutina, fue al baño y lo hizo todo tal cual se había levantado de la cama, como un autómata, orinar, afeitarse, ducharse, lavarse los dientes... Volvió a la habitación y se vistió con la ropa que estaba sobre la silla, preparada y esperándole, como todas las mañanas. Era un tipo ordenado y le encantaba dejárselo todo listo desde la noche anterior para que su rutina fuera eficiente y organizada. No puedo comprender como le iba tan mal en su tienda con el cuidado que le ponía a todo, pero supongo que la vida es así de caprichosa y que hay gente que lo pone todo, pero la maldita Fortuna se empeña en joderles la vida, demostrándonos quien manda de verdad en nuestros destinos. Pero bueno, te sigo contando que me distraigo con cualquier cosa. Le teníamos ya vestido y aseado y fue a la cocina, donde desayunó lo mismo que todos los días, un café descafeinado acompañado de dos magdalenas.

Una vez cumplidas las primeras etapas del día salió de su casa para ir directo al coche que estaba aparcado en una calle por donde aun no pasaba nadie, era una estampa mortecina, la luz amarillenta de las farolas dibujaba sombras caprichosas, por la soledad y las penumbras más parecía un bosque que una ciudad. Al final las ciudades no son más que los bosques que nos hemos construido los hombres, porque un apartamento no es más que la copa de un árbol con armarios, cocina y baño. Podemos usar hormigón, madera, acero o lo que nos venga en gana, pero solo somos monos y terminamos buscando lo mismo que ellos. Y ya me estoy desviando de nuevo, perdona, ya sigo con nuestro hombre.

Nuestro hombre se monta en su coche, es una ranchera negra, de las que recuerdan a un coche fúnebre, lo arranca y se dirige a su tienda. Aun es de noche y nadie se cruza en su trayecto. Aparca en la misma puerta de la tienda, apaga el coche y entra por la puerta de atrás. Como siempre, sigue su liturgia diaria, apaga la alarma, saca el género que el día anterior guardó en el almacén, que está detrás de la tienda, enciende la caja registradora, se coloca el mandil, riega las plantas que usa como decoración y compañía, sube la cortina de metal que oculta la puerta principal y el escaparate y con todo listo entra de nuevo al almacén. Coge una silla, un bote de alcohol, varios pedazos grandes de algodón y una caja de cerillas. Coloca la silla en el centro de la estancia, empapa el algodón con el alcohol, le prende fuego y lanza las bolas de fuego bajo el mostrador y los estantes. Totalmente impasible se sienta en la silla mientras el fuego comienza a expandirse a su alrededor, con tanta timidez al principio que parece que no vaya a prender en la madera de los muebles, pero en apenas un par de minutos las llamas ya llegan al techo cuando suena, aguda y estridente, la alarma de su teléfono móvil. Él se despertó, rodeado por el fuego, sin escapatoria. Creyó estar en su pesadilla y esperaba despertarse pronto, empapado en sudor y con una terrible ansiedad en su pecho, pero en su cama. Lo único que esta vez ya se había despertado y no conseguía comprender porque esta vez se despertaba en medio de su propia pesadilla, y no en su cama, la cual, sin saberlo, había abandonado una hora antes. La alarma del móvil seguía sonando, tal cual él mismo la tenía programada para que le despertase, mañana tras mañana, de lunes a sábado, siempre puntual y efectiva.

Silencio obligado

Entonces es martes, seguro, por lógica. Ayer también se fue al alba, pero antes de ayer se quedó conmigo todo el día. Como me gustaría poder agradecerle que siga a mi lado después de todo, a pesar de mi imprudencia y de sus avisos. Si pudiera quitarme este tubo de la garganta, aunque solo fuera para decirle "Te quiero".

Vomitona de un 15 de febrero.

Tienes casa de dos pisos, apartamento en la playa, otro que alquilas en la nieve en invierno, dos coches, infinidad de ropa, en tu mesa sobra comida a diario, compras cosas que ni siquiera vas a utilizar, pero seguro que los haitianos están muy agradecidos de que te apuntes a grupos del Facebook en su apoyo.Gracias a tu solidaridad tendrán otro tejado de zinc que les resguarde, irán andando a todas partes (menos a la escuela, que ellos no tienen) y los días que coman serán excepcionales. Manda la palabra apoyo al "XYXY" mientras vas al centro comercial y sigue limpiándote el culo con tu conciencia.

Labramos a diario la miseria de la inmensa mayoría de nuestros semejantes. Nos duele cuando las televisiones nos lo enseñan, ponemos parches a nuestro medio de vida dándoles una limosna para poder seguir con los hábitos de consumo que mantienen a toda esa gente así de jodida.

A veces hay cosas que uno necesita soltar.

Una mañana en la Plaza Mayor.

La plaza mayor de Madrid, antigua sede de grandes eventos que se ve hoy destinada a la soledad. Es una soledad acompañada de turistas que acuden a observarla porque la guía se lo dice, a variados artistas que buscan la calderilla visitante y de algún que otro madrileño que debe atravesarla como otra parte del camino.

Un saxofonista emite las notas de "Let it be" al lado de un Micky Mouse que vende globos mientras las cafeterías ya han extendido sus terrazas bajo el tibio Sol de Enero con uniformados camareros de brazos cruzados sin clientela que atender. Aquí, en el centro del Madrid antiguo apenas se escucha castellano. Podría escucharse mezclado con otras lenguas, enriqueciendo y compartiendo, pero no es el caso.

A la plaza, igual que a la Historia, las hemos dado la espalda, reservándolas como atractivo turístico. En nuestra carrera hacia delante, que muchas veces parece absurda, nos estamos olvidando de nuestro equipaje, y cuando queramos darnos cuenta estaremos desnudos y sin abrigos con los que resguardarnos.

No olvidemos quienes fuimos, para saber quienes somos e intentar imaginar quienes seremos.